11 de marzo de 2008

El sabor de la noche El amague occidental del esteta chino

Por Andrea Echeverri Jaramillo

El sabor de la noche (My Blueberry Nights) último filme de Wong kar-Wai, realizado en 2007 implica la incursión, aprentemente definitiva, del cineasta en Occidente. Sus coqueteos anteriores con el otro lado del mundo habían sido numerosos: la música de muchos de sus filmes abarcaba del bolero al rock, y ciertos motivos visuales y temáticos apuntaban hacia este planisferio: el disfraz de la contrabandista, así como los sueños de la tendera –que no para de escuchar “California Dreaming”- de Chung-King Express apuntaban ya a Norteamérica, y el tórrido amor homosexual de Felices juntos tiene lugar entre las calles de Buenos Aires y las cataratas de Iguazú, a ritmo de tango.

Pero esta vez el salto es completo. Utiliza un reparto anglosajón, para una historia de camino que atraviesa todos los Estados Unidos, e intenta descubrir la idiosincrasia gringa en la ruta. La protagonista, Elizabeth, interpretada por la cantante Norah Jones, que aquí debuta como actriz, se lanza a la carretera para olvidar al hombre que la traicionó, en un road-movie que, como suele suceder, va paralelo al viaje interior del personaje.

De algún modo, ésta parece la otra cara de la moneda de 2046, la hermosísima película que constituye la continuación de Deseando amar, y que narraba el desasosiego de Tony Leung tras haber perdido a su amada, que lo lleva a avanzar sin rumbo por su vida, topándose con diversas mujeres que solo logran recordársela siempre. En este caso, es la mujer despechada la que huye de sí misma para no enfrentarse al abandono, y de paso se aleja de quien podría llevarla hacia el olvido y la nueva dicha, y en el camino encuentra seres diversos, a través de los cuales intenta Wong Kar-Wai develar la personalidad norteamericana.

Sin embargo, la mirada foránea no es tan lúcida como habría de esperarse, pues los personajes, a pesar del fantástico casting, se desdibujan en el estereotipo: el forajido urbano, alcohólico y solitario –David Strathairn-, la mujer pasional y agresiva –Rachel Weisz-, la aventurera que se juega la vida para evadir la realidad –Natalie Portman-, generan episodios inconexos entre sí, supuestamente para enseñar a, la protagonista, el camino de vuelta hacia sí misma.

El único que se sale de este rompecabezas es Jeremy, un inglés dueño de un café de Nueva York, donde Elizabeth pretende dejarle las llaves a su ex, y es el mayor sustento argumental del filme. Recreado en forma encantadora por Jude Law, le otorga un ritmo cadencioso a la película, el polo a tierra de la protagonista, el objeto de los más bellos planos y el tratamiento estético emblemático del cineasta hongkonés.

Porque si hay algo que admirar en esta, como en cualquier otra cinta de Wong Kar-Wai, es el estilo lírico que tiene para crear imágenes, la magia con la que encadena sus largos y profundos planos, sus encuadres particularísimos, en los que nunca se limita al rectángulo del fotograma, sino que lo recorta de mil maneras para crear cuadros propios, y todo esto siempre acompañado de excelente música, y esta película no es la excepción: a la banda sonora de Ry Cooder se suman canciones de todos los géneros norteamericanos, interpretadas por Cat Power, Otis Redding, Ruth Brown, Amos Lee, Casandra Wilson y, por supuesto, Nora Jones.

Es entonces una película para disfrutar con los sentidos, más que para interpretar o profundizar, pues argumentalmente se queda corta, es un poco simplista, no logra encajar una trama compleja que parece más bien hecha de retazos. Sin embargo, si no se le pide demasiado, recompensará con creces: es un deleite para la vista y el oído, para dejarse llevar en la contemplación.

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